EL TERRORISTA PLAYBOY: Se Casó con una Miss Universo y el Mossad lo Voló en Pedazos

Beirut, Líbano, 22 de enero de 1979, 15:35 de la tarde. En la lujosa calle Verdún, el tráfico fluye con normalidad bajo el sol de invierno. En un balcón del octavo piso de un edificio residencial, una mujer británica llamada Erica Chambers está pintando un cuadro. Lleva meses viviendo allí, conocida por los vecinos como una excéntrica amante de los gatos que apoya causas benéficas.

Pero su pincel se detiene. Su mirada no está en el lienzo, sino en la calle de abajo. Un convoy se acerca. Son dos camionetas Chevrolet Station Wagon y un Land Rover. En el vehículo del medio viaja el hombre más buscado de Israel, Ali Hassan Salamé. Lleva gafas de sol oscuras, un traje a medida y probablemente acaba de salir de la casa de su esposa, la ex Miss Universo Georgina Risk.

Se siente seguro, se siente el rey de Beirut. Cuando el Chevrolet de Sálame pasa junto a un humilde Volkswagen rojo aparcado en la acera, la pintora del balcón o un compañero cercano a su señal presiona un detonador. Boom. 100 kg de explosivos plásticos escondidos en el Volkswagen desatan el infierno.

La explosión es tan violenta que sacude los cimientos de toda la ciudad. El coche de Salamé es lanzado por los aires, convertido en una bola de fuego y metal retorcido. Es rica Chambers, deja su cuadro, recoge sus cosas y sale del apartamento con calma en medio del caos de sirenas y gritos. Mientras los médicos intentan salvar la vida del príncipe rojo entre los escombros humeantes, ella ya se dirige a la costa, donde una lancha de la marina israelí la espera para desaparecer en el mar.

El Mossad había tardado 7 años, pero finalmente había cobrado su deuda de sangre. Bienvenidos a la sombra de la historia. Hoy cerramos el expediente más difícil de la operación cólera de Dios. En este documental de larga duración narraremos la casa de Ali Hassán Salame, el arquitecto de la masacre de Munich. Viajaremos al origen del odio.

Entenderemos por qu Salamé no era un objetivo normal. Hijo de un héroe palestino educado en Alemania, rico y carismático, era la cara amable del terror. Veremos cómo se burlaba del Mossad viviendo una vida pública de lujo mientras organizaba atentados en Europa. Finalizaremos el desastre de Lile Hammer, 1973, el momento más oscuro del espionaje israelí, cuando un equipo de asesinos ansiosos confundió a un camarero marroquí inocente con Salamé en un pueblo de Noruega, matándolo frente a su esposa embarazada y provocando la

captura de seis agentes del Mossad. Exploraremos la operación de la reina de corazones. Veremos cómo tras el fracaso el Mossad cambió de táctica. En lugar de armas de fuego y persecuciones, enviaron a una sola agente mujer, agente Penélope, Erica Chambers, para infiltrarse en su vida, vigilar sus rutinas y preparar la trampa definitiva con una paciencia de araña.

Y finalmente examinaremos las conexiones prohibidas. Descubriremos por qué Salamé se sentía tan seguro. Sus contactos secretos con la CIA estadounidense que lo protegían a cambio de que garantizara la seguridad de los ciudadanos americanos en Beirut. Una traición geopolítica que hizo que su asesinato fuera aún más complicado.

Esta es la historia de cómo la arrogancia mató al príncipe y cómo la paciencia redimió a los espías. Para detonar esta historia, asegúrate de estar a una distancia segura. Si te gustan los relatos de espionaje donde el glamur se mezcla con la metralla, suscríbete al canal ahora mismo y activa la campana. Ayúdanos a desactivar la bomba.

Dale un me gusta, like a este vídeo y dinos en los comentarios, ¿crees que la CIA hizo bien en proteger a un terrorista a cambio de información? El objetivo está en movimiento. Empezamos. Para entender la obsesión de Israel con Aliassan Salamé, primero hay que entender su apellido. En la historia palestina, Salamé es realeza.

Su padre, el jeque Hassán Salamé, fue un legendario comandante militar durante la guerra de 1948 contra el naciente estado de Israel. Murió en batalla convirtiéndose en un mártir venerado. Alí, nacido en 1941, creció bajo la sombra gigantesca de esa leyenda. No tenía opción. Su destino estaba escrito.

Tenía que ser un guerrero, pero Alí era diferente a su padre. Educado en Alemania, guapo, carismático y amante de la buena vida, Ali no era un guerrillero de trincheras y polvo, era un guerrero de suites de hotel y clubes nocturnos. Se unió a Fatá, el movimiento de Yaser Arafat, y ascendió rápidamente gracias a su apellido y a su inteligencia natural.

Arafat lo adoptó como a un hijo, convirtiéndolo en el jefe de la fuerza 17, su guardia pretoriana personal. Pero su verdadero poder residía en las sombras. Salamé se convirtió en el jefe de operaciones de Septiembre Negro. Septiembre Negro no era una organización con carnet de socios, era el brazo encubierto y negr y Sálame era su cerebro.

Fue él, según la inteligencia israelí, quien concibió y orquestó el ataque a los JuegosOlímpicos de Munich, 1972. Mientras los comandos morían en el aeropuerto de Fsten Fellbrook, Salame observaba desde lejos, seguro y anónimo. Para Goldameir y el Mossad, él era la cabeza de la serpiente, el hombre que tenía que morir para que la cuenta quedara saldada.

Sin embargo, cazar a Salamé resultó ser infinitamente más difícil que cazar a los otros. ¿Por qué? Porque Salamé no se escondía en agujeros, se escondía a plena luz del día, protegido por una armadura invisible, hecha de fama y diplomacia secreta. En el Beirut de los años 70, antes de que la guerra civil lo destruyera todo, Salamé era una celebridad.

Lo llamaban el príncipe rojo por su estilo de vida principesco y su ideología sangrienta. Se paseaba por la corniche en Land Rovers blindados o coches deportivos europeos. Vestía trajes italianos a medida, camisas de seda abiertas hasta el pecho y cadenas de oro. Era un experto en artes marciales y siempre iba rodeado de guardaespaldas leales hasta la muerte.

Las mujeres lo adoraban. El punto culminante de su estatus de celebridad llegó cuando se casó con Georgina Risk. Georgina no era una mujer cualquiera, era una modelo cristiana libanesa que había ganado el título de Miss Universo en 1971. Era la mujer más famosa y bella del mundo árabe.

Su boda fue el equivalente en Oriente Medio a la boda de una estrella de rock con una actriz de Hollywood. unió a las facciones cristianas y musulmanas en un momento de glamur surrealista. Vivían en un apartamento dúplex de lujo en el barrio de Snubra. Daban fiestas donde el whisky fluía libremente. Para los agentes del Mossad, que vivían en las sombras, ver a Salamé en las revistas del corazón era una tortura psicológica.

“Míralo”, decían en los búnkeres de Telaviv. tiene las manos manchadas de sangre judía y vive como un rey. Pero había una razón más profunda y oscura por la que Salamé se sentía intocable. Una razón que Israel tardó en descubrir y que causó tensiones brutales con su aliado principal, Estados Unidos. Alijamé era el contacto secreto de la CIA.

A mediados de los 70, la CIA, desesperada por entender el laberinto de la política palestina y evitar ataques contra ciudadanos estadounidenses, abrió un canal trasero con la OLP. El oficial de la CIA encargado de este enlace fue el legendario Robert Ames. Ames y Salame desarrollaron una relación extraña, casi de amistad.

Se reunían en hoteles de Beirut y en casas seguras. El trato era tácito, pero claro. Salame garantizaba que la OLP no atacaría a diplomáticos estadounidenses y proporcionaba inteligencia sobre facciones radicales antiamericanas. Incluso organizó la seguridad para la evacuación de ciudadanos estadounidenses de Beirut en 1976.

A cambio, la CIA le daba legitimidad política, dinero bajo la mesa y lo más importante, protección política. Salam creía que su relación con los americanos era su seguro de vida. Pensaba que Israel no se atrevería a matarlo por miedo a enfadar a Washington. Incluso viajó a Estados Unidos de vacaciones visitando Disneylandia y Hawai bajo la discreta vigilancia y protección de la CIA.

El terrorista más buscado de Israel montando en las atracciones de Disney. Esta arrogancia fue su debilidad. Salamé empezó a creerse su propia leyenda. Se veía a sí mismo no como un terrorista, sino como un estadista en espera. El futuro líder de Palestina. Empezó a descuidar su seguridad básica. Mantenía rutinas predecibles.

Iba al gimnasio a la misma hora. visitaba a su esposa a la misma hora. Conducía por las mismas calles. El Mossat bajo la dirección de Sví Samir y más tarde Jitsc Hoffi. Estaba furioso. Sabían de la conexión con la CIA. Hubo reuniones tensas a puerta cerrada. “Ese hombre mató a nuestros atletas”, gritaban los israelíes.

“Es un activo valioso para la estabilidad regional”, respondían los americanos. Aunque nunca oficialmente, Israel decidió que la razón de estado de Estados Unidos no anulaba la cólera de Dios de Israel. Goldameir había firmado la orden de muerte y esa orden no tenía fecha de caducidad. El primer intento de matarlo fue un desastre humillante que veremos en el próximo capítulo.

La prisa y la mala inteligencia llevaron al Mossad a matar a un inocente en Noruega en 1973, confundiendo al príncipe rojo con un camarero. Ese fracaso solo aumentó el ego de Salamé. El Mossad son unos aficionados. Se jactaba ante sus amigos. No pueden tocarme. Durante 5 años después de Noruega, Salamej vivió prestado.

Disfrutó de su esposa, de su fama y de su poder. Pero en 1978, con un nuevo gobierno en Israel, Menchenbegin, un hombre que no perdonaba, la orden se reactivó con una prioridad absoluta. No más errores, no más vaqueros. Esta vez lo haremos bien. El Mosad entendió que no podían simplemente dispararle en la calle.

Sus guardaespaldas eran demasiado buenos y si fallaban provocarían una guerra diplomática con EEPU. Necesitaban un plan que fueradefinitivo, un golpe único, masivo e ineludible. Necesitaban infiltrarse en su círculo íntimo, no con armas, sino con paciencia. Así nació la operación de la reina de corazones. El Mossad no envió a un escuadrón de hombres musculosos.

Envió a una mujer solitaria, una mujer con un caballete de pintura, un amor fingido por los gatos y una mirada fría como el hielo. Salamé seguía conduciendo su chebrolet por las calles de Beirut, saludando a sus admiradores, sintiéndose el protagonista de una película. No sabía que los créditos finales ya estaban rodando.

La CIA podía protegerlo de la política, pero no podía protegerlo de la física de una explosión. Se creía intocable. Tenía a la Cía en un bolsillo y a Misuniverso en el otro. Pero la arrogancia es el peor chaleco antibalas. Israel había dejado de correr detrás de él. Ahora simplemente lo estaban esperando. Verano de 1973, Lile Hammer, Noruega.

Si buscabas un lugar para esconderte de una guerra en Oriente Medio, Lile Hammer era el sitio perfecto, un pueblo tranquilo de 20,000 habitantes, rodeado de montañas, bosques de pinos y lagos cristalinos. En julio, debido a su latitud norte, el sol apenas se pone. Existe una luz crepuscular constante, el famoso sol de medianoche, que baña las calles en un tono azulado y onírico.

En este escenario de cuento de hadas, el Mossad estaba a punto de protagonizar su pesadilla más oscura. La moral en el cuartel general del Mossad en Tela Aviv estaba por las nubes. Meses antes, en abril, habían ejecutado la operación primavera de juventud en Beirut, matando a tres líderes de la OLP en sus propias camas. Se sentían invencibles.

Creían que podían ir a cualquier parte y hacer cualquier cosa. Esta arrogancia conocida en la tragedia griega como Ubris fue su perdición. Cuando llegó un informe de inteligencia de baja fiabilidad, sugiriendo que Ali Hassan Salamé se escondía en Lile Hammer, Mike Harari, el jefe de operaciones de la unidad Cesarea, no lo cuestionó lo suficiente. Quería creerlo.

Quería cerrar el expediente de Munich de una vez por todas. Harari reunió a un equipo apresuradamente. No todos eran veteranos de la unidad de élite Kaidon. Debido a la prisa, reclutó a agentes de apoyo, algunos con poca experiencia de campo para tareas de logística y vigilancia. El equipo viajó a Noruega bajo diferentes identidades falsas.

Llegaron a Lil Hammer y localizaron al sospechoso. Era un hombre de aspecto árabe, pelo rizado oscuro, que trabajaba en la piscina pública y frecuentaba una cafetería local. Los agentes lo observaron desde lejos. Es él, susurraban por radio. Se mueve como él. Tiene la misma altura. En realidad no se parecía tanto, pero el equipo sufría de confirmación de deseo.

Veían lo que querían ver. Ignoraron todas las señales de alerta roja. Salamé era un hombre rico y ostentoso. Este hombre vivía en un apartamento modesto y iba en bicicleta. Salamé siempre iba rodeado de guardaespaldas armados. Este hombre caminaba solo. Salamé hablaba árabe, inglés y alemán. Este hombre hablaba noruego con fluidez.

El hombre no era el príncipe rojo, era Ahmed Bouchiki, un camarero marroquí de 30 años, un inmigrante que había llegado a Noruega buscando una vida mejor, que amaba la música, que era amable con los vecinos y cuya esposa Toril estaba embarazada de 7 meses. Su único crimen fue tener la piel morena y el pelo rizado en el lugar equivocado, pero el Mossad había decidido que era culpable.

La sentencia de muerte se firmó en Tel Aviv, basada en una identificación visual defectuosa a miles de kilómetros de distancia. El 21 de julio de 1973, la tragedia se consumó. Ahmed y su esposa embarazada decidieron ir al cine esa noche. Vieron la película El desafío de las águilas. Where Eagles there Fue una noche romántica, tranquila.

Al salir del cine, tomaron el autobús de vuelta a casa. Bajaron en la parada cerca de su apartamento en la calle Ruc de Beyen. Caminaron cogidos de la mano bajo la extraña luz del sol de medianoche. Un coche Mazda blanco alquilado se detuvo suavemente junto a ellos. Dos agentes del Mossat bajaron. Eran profesionales.

No dudaron. Empujaron suavemente a la esposa embarazada a un lado. Apuntaron sus pistolas. Bereta calibre pun 22 al pecho de Ahmed. 14 disparos. Ahmed Bouchiki cayó muerto sobre el asfalto noruego. Su esposa Toril gritaba histérica tratando de reanimarlo, manchándose las manos con la sangre de su marido.

Los asesinos subieron al coche y desaparecieron a toda velocidad. En ese momento creían que habían vengado a los atletas de Munich. Mike Harari, que supervisaba la operación desde un coche cercano o un punto de observación, dio la orden de evacuación. Objetivo neutralizado, todos a casa. Pero la huida fue tan desastrosa como la identificación.

La policía noruega, aunque no estaba acostumbrada a asesinatos internacionales, era eficiente y observadora. Un vecino había anotado lamatrícula del Mazda. Al día siguiente, la policía detuvo a dos miembros del equipo, Dan Aerbell y Marian Gladnikov, cuando intentaban devolver el coche de alquiler en el aeropuerto de Oslo.

Fue un error de principiantes. Habían alquilado el coche de la huida a su propio nombre o dejado rastros documentales evidentes. El interrogatorio de Danell pasó a la historia de los fallos de inteligencia. Aerbell no era un comando endurecido, era un experto en logística y tenía una debilidad fatal. Sufría de claustrofobia.

La policía noruega lo metió en una celda pequeña y oscura. Aerbel entró en pánico total. Para salir de esa caja, empezó a hablar. Cantó la traviata, reveló que era una operación del Mossad. Dio los nombres de sus compañeros. dio las direcciones de los pisos francos, casas seguras en Oslo.

Dio los números de teléfonos secretos que conectaban directamente con los cuarteles del Mossad en París y Ámsterdam. La policía noruega hizo redadas inmediatas. Capturaron a cuatro agentes más. encontraron llaves de telex, códigos secretos y pruebas irrefutables de que el Estado de Israel había ejecutado a un hombre en suelo noruego.

Mike Harari y los tiradores principales lograron escapar por los pelos, probablemente en barco o cruzando la frontera con Suecia, pero dejaron atrás a seis de sus hombres y la reputación de su país hecha trizas. El escándalo fue mundial. Time Magazine y Newswe Wewe publicaron las capturados. Europa estaba furiosa.

Golda Mayer tuvo que enfrentarse a la humillación de admitir el error. Israel tuvo que pagar una indemnización secreta a la familia Bouchiki, aunque nunca admitieron culpabilidad legal completa hasta años después. Pero lo peor para el Mossad fue la reacción de Ali Hassan Salamé desde su ático en Beirut.

El verdadero príncipe rojo vio las noticias y soltó una carcajada. Se sentía validado. Miradlos! Decía a sus amigos de la OLP. Son unos payasos. ¡Matan camareros! No pueden tocarme. El fracaso de Lile Hammer tuvo un efecto paradójico en Salame. Lo hizo sentir inmortal. Si antes era descuidado, ahora se volvió temerario. Empezó a moverse con aún menos seguridad.

Viajaba a Europa, se reunía con los americanos sin miedo. Creía que el Mossad, avergonzado y con su red europea desmantelada, nunca se atrevería a intentarlo de nuevo. Se equivocaba. El Moosad no olvida y ciertamente no perdona, ni siquiera sus propios errores. Lile Hammer fue una herida dolorosa, pero también fue una lección. Aprendieron que la prisa mata, aprendieron que la arrogancia ciega.

El nuevo jefe del Mossad, Yits Hofi, decidió que la casa de Salamé debía continuar, pero las reglas habían cambiado. Ya no habría escuadrones grandes, ya no habría identificaciones apresuradas. La próxima vez no enviarían a un ejército, enviarían a un fantasma y no buscarían un tiroteo rápido, buscarían la aniquilación total.

5 años después del desastre, una mujer británica solitaria llegó a Beirut con una maleta llena de pinceles y una misión fría como el acero. La operación cólera de Dios estaba a punto de entrar en su fase final. Mataron a un hombre inocente, destruyeron una familia y convirtieron a su objetivo en un mito viviente.

Pero el Mossat sabe que la venganza es un plato que se sirve frío y estaban a punto de congelar el infierno para conseguirlo. Beirut, 1978. 5 años habían pasado desde el desastre de Lile Hammer. 5 años en los que Ali Hassan Salamé vivió como un rey intocable. protegido por la OLP, tolerado por los sirios y amparado secretamente por la CIA.

Pero en Telaviv el expediente nunca se cerró. El nuevo jefe del Mossad, Yitsc Hofi, dio luz verde a una nueva operación. Esta vez el nombre en clave no sería cólera de Dios, sino algo más específico y frío. El objetivo era, claro, eliminación total. La estrategia cambió radicalmente. Nada de equipos grandes, nada de pistolas en la calle.

Necesitaban un caballo de Troya, alguien que pudiera vivir en Beirut, respirar el mismo aire que Salamé y observarlo durante meses sin levantar ni una sola sospecha. A finales de 1978, una mujer británica de unos 30 años aterrizó en el aeropuerto internacional de Beirut. Su pasaporte decía Ericaa Mary Chambers. Su aspecto era inofensivo, un poco desaliñada, ropa bohemia, aire despistado.

Decía trabajar para una organización benéfica llamada British Lebanese Children’s Welfare Fund, una entidad que, si alguien investigaba tenía papeles en regla en Londres, creados por el Mossad. Erika, conocida en los archivos de inteligencia como agente Penélope, no se alojó en un hotel, alquiló un apartamento y no cualquier apartamento.

Eligió el octavo piso del edificio Aní Asaf en la calle Ruif Verdun. La elección fue una obra maestra de la inteligencia geoespacial. Desde su balcón, Erika tenía una vista perfecta de una intersección específica y justo al doblar la esquina vivía la madre de Ali Hassan Salamé.

Y un poco más alláestaba el apartamento de su esposa, Georgina Risk. Esa calle era el corredor de la muerte de Salamé. Tenía que pasar por allí obligatoriamente varias veces al día. Erika Chambers interpretó su papel a la perfección. Se convirtió en la loca de los gatos del edificio. Pasaba horas en su balcón pintando cuadros mediocres del paisaje urbano de Beirut.

Bajaba a la calle a alimentar a los gatos callejeros. Los vecinos la adoraban, los tenderos la saludaban. Incluso los milicianos palestinos que vigilaban el barrio se acostumbraron a ver a esa extraña mujer inglesa con manchas de pintura en la ropa. Es inofensiva, pensaban. Nadie sospechaba que mientras pintaba, Erika estaba memorizando horarios.

Nadie sabía que cuando alimentaba a los gatos estaba contando los segundos que tardaba el semáforo en cambiar. Nadie imaginaba que sus ojos no miraban el atardecer, sino que buscaban un convoy específico, dos Chevrolet Station Wagon y un Land Rover. La rutina de Salamé era su condena. El príncipe rojo se había vuelto predecible.

090, gimnasio. 11 reunión en el cuartel general. 140. Almuerzo con Georgina. 16 cetro. Visita a su madre. Siempre la misma ruta, siempre los mismos coches. Erika enviaba sus informes a Telviv a través de transmisores de ráfaga codificados o mediante buzones muertos, dejando mensajes en lugares secretos. El Moossad confirmó el patrón.

La trampa estaba lista para cerrarse. En enero de 1979, la segunda fase de la operación se activó. Entró en escena otro agente usando el alias de Peter Scriber. Scriber se hizo pasar por un turista o un hombre de negocios excéntrico. Alquiló un coche en una agencia local, un Volkswagen Escarabajo Rojo. Un coche común, pequeño, invisible en el tráfico caótico de Beirut.

Scriber llevó el Volkswagen a un garaje seguro alquilado por el Mossad en la zona cristiana de Beirut. Allí, un equipo de ingenieros expertos en explosivos, probablemente llegados por mar, desmanteló el coche. No se limitaron a poner una bomba debajo del asiento. Convirtieron el coche entero en una mina climor direccional. Rellenaron las puertas, el chasis y el maletero con 100 kg de exógeno RDX, un explosivo militar de alta potencia.

Pero la clave no era solo la cantidad, sino la dirección. Colocaron placas de acero y metralla de tal manera que al detonar la fuerza de la explosión se dirigiera horizontalmente hacia la calle, justo a la altura de las ventanas de un coche que pasara al lado. El Volkswagen se convirtió en un cañón gigante aparcado en la cera. El 17 de enero de 1979.

Peter Scriver aparcó el Volkswagen rojo en la calle Ruis Verdun, justo debajo del balcón de Ericaa Chambers. Scriver entregó las llaves, se fue al aeropuerto y abandonó el Líbano para siempre. Su trabajo estaba hecho. Ahora todo dependía de Erika. Durante 5co días, el coche bomba estuvo allí aparcado.

Era un riesgo enorme. Si alguien intentaba robarlo o si un policía lo inspeccionaba, todo se descubriría. Pero Beirut estaba en medio de una guerra civil. Los coches abandonados eran parte del paisaje. Nadie prestó atención al pequeño escarabajo rojo cubierto de polvo. Erica Chambers seguía en su balcón pintando, esperando.

La tensión psicológica debía ser insoportable. Tenía 100 kg de muerte debajo de su ventana. Sabía que en cualquier momento tendría que matar a un hombre y probablemente a sus escoltas. El Mossad había aprendido de sus errores. No querían heridos, querían cenizas. La orden era clara. Salamé debía morir sin importar el daño colateral.

La protección de la CIA ya no importaba. Las quejas diplomáticas no importaban, solo importaba tachar el nombre de la lista. El 22 de enero de 1979, el destino llamó a la puerta. Erika se levantó, se preparó un té y salió al balcón como cualquier otro día. Ajustó su lienzo, miró hacia la izquierda. A las 15:35, el rugido de motores B8 anunció la llegada del convoy.

Primero el Land Rover con los guardaespaldas de vanguardia, luego el chebrolet marrón de Ali Hassan Salamé, detrás el segundo chebrolet de retaguardia. El corazón de Erika debió detenerse un segundo. El Land Rover pasó de largo el Volkswagen. El coche de Salamé se acercó. Estaba a 20 m, 10 m, 5 m. Erica Chambers o un tercer agente en la calle que recibió su señal visual tenía la mano sobre el detonador remoto, un pequeño dispositivo de radiofrecuencia modificado.

No era solo apretar un botón, era un cálculo de física y tiempo. Tenía que detonar la carga en el milisegundo exacto en que el coche de Salam estuviera paralelo al Volkswagen para que la onda expansiva golpeara de lleno en el habitáculo. Un segundo antes y fallaría, un segundo después y solo mataría a los guardaespaldas de atrás.

Salamej iba relajado, quizás escuchando la radio, quizás pensando en la fiesta de cumpleaños de su hija. Esa noche miró por la ventana y vio un coche rojo aparcado. Fue lo último que vio. El dedode Erika se tensó. Clic. La paciencia es el arma más cruel. Durante meses ella lo vio vivir, reír y amar, sabiendo exactamente cuándo y cómo iba a morir.

El lienzo estaba terminado, solo faltaba firmarlo con fuego. 22 de enero de 1979, 15:35 horas, en una fracción de segundo, la calle Verdun dejó de ser una avenida comercial de Beirut y se convirtió en una zona de guerra. La detonación de 100 kg de RDX no solo destruyó el Volkswagen rojo, lo atomizó. La onda expansiva viajó a velocidades supersónicas golpeando el costado del Chevrolet de Ali Hassan Salamé con la fuerza de un tren de mercancías.

El coche del príncipe rojo fue levantado del asfalto, envuelto en una bola de fuego naranja y negra y lanzado contra la fachada de un edificio cercano. Los cristales de las ventanas en un radio de tres calles estallaron hacia adentro, hiriendo a cientos de personas. En el apartamento del octavo piso, Erica Chambers sintió la sacudida bajo sus pies. No se quedó a mirar.

Dejó el detonador, cogió su bolso y salió del apartamento. No corrió. Bajó las escaleras con la calma de quien va a comprar el pan, cruzándose con vecinos aterrorizados que subían corriendo o bajaban gritando. Se mezcló con la multitud en la calle, invisible en el caos, y desapareció. Nunca más se la volvió a ver.

En su apartamento quedaron sus cuadros, sus pinceles y un pasaporte británico falso. En la zona cero el escenario era dantesco. Cuatro guardaespaldas de Salamé murieron al instante, sus cuerpos destrozados entre los hierros retorcidos del Land Rover y el segundo Chevrolet. Pero la tragedia también golpeó a los inocentes.

Una monja alemana y una secretaria británica que pasaban caminando en ese preciso momento, murieron por la metralla. 12 personas más resultaron heridas graves. El precio de la venganza fue alto. Y Salamé, increíblemente, el hombre que había sobrevivido a 7 años de casa no murió en el acto. Los equipos de rescate y los milicianos de la OLP lo sacaron de los restos humeantes de su coche.

Estaba inconsciente, sangrando profusamente. Un trozo de metal del Volkswagen se le había incrustado en el cráneo y otro en el pecho. Lo subieron a una ambulancia y lo llevaron a toda velocidad al hospital de la Universidad Americana de Beirut, Aub, el mejor de la ciudad. Los mejores cirujanos fueron convocados.

Su esposa Georgina Risk llegó corriendo al hospital embarazada de 6 meses llorando y gritando. Yer Arafat también llegó. rodeado de su guardia con el rostro desencajado. Durante 30 minutos, los médicos lucharon por su vida, pero el daño cerebral era masivo. A las 16:3, el monitor cardíaco emitió un pitido continuo.

Ali Hassan Salamé, el príncipe rojo, el arquitecto de Munich, el protegido de la CIA, estaba muerto. En Telvivia llegó poco después. Se dice que Jitsc Hofi, el jefe del Mossad, asintió levemente y cerró una carpeta gruesa que llevaba años sobre su escritorio. No hubo celebraciones públicas. Israel mantuvo su política de ambigüedad.

No sabemos nada, pero no lloraremos su muerte. El funeral de Salamej en Beirut fue un evento masivo. Más de 50,000 palestinos inundaron las calles. Yacer Arafat, con lágrimas en los ojos, ayudó a cargar el ataúd. Dispararon miles de tiros al aire. Lo enterraron como a un mártir y un héroe nacional.

Pero su muerte marcó el fin de una era. Con Salamé eliminado, la operación cólera de Dios se dio por concluida oficialmente. El Mossad había cumplido la orden de Goldameir. Habían perseguido a los responsables de Munich hasta los confines de la Tierra y los habían eliminado uno por uno. Sin embargo, el legado de esta operación sigue siendo objeto de un debate feroz.

Tácticamente fue un éxito rotundo. El Mossat demostró una capacidad operativa que ningún otro servicio de inteligencia poseía. Infiltraron capitales enemigas, reclutaron agentes en entornos hostiles y ejecutaron objetivos de alto valor con precisión, salvo el trágico error de Lile Hammer.

Enviaron un mensaje disuasorio brutal. Si matas a un israelí, no hay lugar en la tierra donde puedas esconderte. Estratégicamente y moralmente el resultado es mucho más gris. La muerte de Salamegó con el terrorismo palestino. De hecho, la violencia se intensificó. Septiembre negro desapareció, pero surgieron grupos más radicales.

La eliminación de figuras pragmáticas como Salamé, que mantenía canales con la Cía, dejó el camino libre a extremistas que no querían negociar nada. Además, el uso de coches bomba en áreas civiles y el asesinato de inocentes como Ahmed Bouchiki en Noruega y los transeútes en Beirut mancharon la imagen de Israel. La línea entre justicia y terrorismo de estado se volvió borrosa.

¿Valió la pena? Para las familias de los 11 atletas asesinados en Munich, la respuesta suele ser sí. Hubo un cierre. Hubo justicia bíblica ojo por ojo para la familia de Ahmed Buchichi en Noruega o para la secretaria británicamuerta en Beirut. La respuesta es un rotundo no. fueron víctimas colaterales de una guerra privada.

Hoy la calle Verdun en Beirut ha sido reconstruida. Los edificios modernos tapan las cicatrices de la guerra civil. Pero si preguntas a los ancianos del barrio, todavía recuerdan el día en que el coche rojo explotó. Recuerdan a la pintora inglesa que amaba a los gatos y recuerdan como el príncipe rojo, que se creía inmortal, descubrió que todos los hombres sangran igual.

El cuadro que Erik Chambers estaba pintando nunca se terminó. Quedó allí en el caballete como un testigo mudo de que en el mundo del espionaje la obra maestra final siempre es la muerte. La lista se completó, la deuda se pagó, pero en la guerra de sombras, cuando matas a un monstruo, siempre debes tener cuidado de no convertirte en uno.

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