Químico nazi desapareció en 1945 — su búnker intacto fue hallado 50 años después  

Químico nazi desapareció en 1945 — su búnker intacto fue hallado 50 años después  

 

 

Las calles de Berlín ardían bajo un cielo gris ceniza en la tarde del 28 de abril de 1945. El Dr. Friedrich Hoffman, de 42 años, caminaba rápidamente por los escombros con una maleta de cuero negro apretada contra su pecho. Los bombardeos habían cesado momentáneamente, pero el estruendo de la artillería soviética resonaba cada vez más cerca, sacudiendo los edificios que aún permanecían en pie.

 Hoffman no era un hombre de guerra, era químico, doctor en ciencias aplicadas por la Universidad de Heidelberg y durante los últimos 4 años había trabajado en proyectos clasificados para el tercer Rig, proyectos de los que nunca habló con su esposa Greta, ni siquiera cuando ella le suplicó que le dijera que lo mantenía despierto por las noches, sudando y murmurando en sueños.

 ¿A dónde vas?, le había preguntado Greta esa mañana cuando lo encontró empacando documentos en la maleta. Los rusos están a kilómetros de aquí. Dicen que llegarán mañana, tal vez hoy. Tengo que irme, respondió él sin mirarla a los ojos. Hay cosas que debo destruir antes de que lleguen. Destruir, Friedrich.

 ¿De qué hablas? Deberíamos evacuar juntos, ir hacia el oeste donde están los americanos. Él finalmente la miró y Greta vio algo en sus ojos que le asustó más que las bombas. No era miedo, era culpa. No puedo ir al oeste. Los americanos tienen listas, nombres. El mío está entre ellos. ¿Qué hiciste? Hoffman cerró la maleta sin responder.

 Si alguien pregunta por mí, di que morí en los bombardeos, que mi cuerpo nunca fue encontrado. ¿Me entiendes? Es importante, Greta. Nuestra seguridad depende de ello. Esa había sido la última vez que Greta vio a su esposo. Ahora, mientras caminaba entre ruinas, Hoffman repasaba mentalmente cada documento que llevaba en la maleta.

Fórmulas químicas, resultados de experimentos, fotografías que no debían existir, nombres de sujetos de prueba identificados solo por números. Todo debía ser destruido, excepto una cosa, su diario personal, donde había registrado cada descubrimiento, cada innovación, cada avance. Alto, gritó una voz en alemán. Hoffman se congeló.

 Un soldado de las SS no mayor de 19 años lo apuntaba con un rifle. ¿Quién es usted? ¿A dónde va? Hoffman sacó lentamente su identificación del bolsillo. El joven soldado la examinó con manos temblorosas, sus ojos ampliándose al ver el sello rojo en la esquina superior. Geheime Richake, asunto secreto del Reich. Dr. Hoffman, leyó el soldado.

Usted usted trabajaba en el proyecto Nébula. Trabajaba, confirmó Hoffman. Ya no existe. Ninguno de esos proyectos existe. El Rey se está derrumbando. Entonces, ¿por qué huye? Deberíamos quedarnos y luchar. Hoffman miró al muchacho con algo parecido a la piedad. Porque los hombres como yo no morimos como soldados.

 Morimos en juicios, colgados después de que el mundo sepa lo que hicimos. Retomó su camino. Baja ese rifle, hijo. Dentro de dos días estarás en un campo de prisioneros. intenta sobrevivir. Tres horas más tarde, Hoffman llegó a una estación de tren casi destruida en las afueras de Berlín. Había un solo convoy preparado para partir, lleno de refugiados civiles y soldados heridos.

 Usando su documentación especial, logró subir al último vagón. El tren se movió lentamente hacia el este, paradójicamente hacia donde avanzaba el ejército rojo, pero Hoffman sabía que eventualmente giraría hacia el sur, hacia Polonia, donde tenía contactos que podían ayudarlo a desaparecer. Durante el viaje de dos días, Hoffman no habló con nadie.

 Permanecía sentado en un rincón del vagón, la maleta entre sus piernas, revisando mentalmente los planos de su destino final. Había una instalación en las afueras de Broswaff, conocida entonces como Bresl, que había sido construida en 1943 como laboratorio auxiliar para experimentos que requerían aislamiento.

 Hoffman había visitado el lugar solo dos veces, pero recordaba cada detalle. Los túneles subterráneos, las cámaras de almacenamiento, el generador eléctrico independiente, las reservas de agua, era perfecto. El tren fue detenido tres veces por controles militares, pero la identificación de Hoffman aún funcionaba. Aún infundía suficiente miedo o respeto para que lo dejaran pasar.

 En la tarde del 30 de abril, mientras Adolf Hitler se suicidaba en su búnker en Berlín, Fredrich Hoffman descendió del tren en una estación destruida a 40 km de Broswaff. Caminó durante toda la noche evitando carreteras principales. Al amanecer del 1 de mayo llegó a las ruinas de lo que había sido una fábrica de procesamiento químico.

 Para cualquier observador casual, era solo otro edificio bombardeado. Pero Hoffman sabía que bajo los escombros había una entrada oculta que llevaba los niveles subterráneos que permanecían intactos. movió cuidadosamente los bloques de concreto que cubrían la escotilla de acero. La abrió con una llave que llevaba en una cadena alrededor delcuello.

 La escalera descendía 15 m en la oscuridad. Hoffman encendió una linterna y bajó cerrando la escotilla tras él. El aire subterráneo era frío y seco, preservado por el sistema de ventilación que aún funcionaba con generadores de respaldo. Los pasillos de concreto se extendían en varias direcciones, todos marcados con códigos que solo él y otros tres científicos podían decifrar.

Hoffman caminó directo hacia la cámara 7, la más grande del complejo. Cuando encendió las luces, el búnker cobró vida. Mesas de trabajo de acero inoxidable, estanterías llenas de frascos etiquetados, equipos de destilación, microscopios y en el fondo una cámara de aislamiento con ventana de vidrio grueso, todo exactamente como lo había dejado en su última visita.

 6 meses atrás, Hoffman colocó la maleta sobre la mesa principal y la abrió. Los documentos lo miraban como fantasmas de papel. Sabía que debía quemarlos. era lo prudente, lo seguro, pero al mismo tiempo representaban años de investigación, descubrimientos que ningún otro científico había logrado. ¿Cómo podía destruir eso? “Solo necesito tiempo para decidir”, se dijo a sí mismo, “Unos días para pensar con claridad.

Esos días se convertirían en semanas y esas semanas serían las últimas que alguien vería al Dr. Friedrich Hoffman con vida. El búnker subterráneo había sido diseñado para sostener una operación científica durante meses sin contacto exterior. Hoffman descubrió que los almacenes estaban bien surtidos. Latas de comida enlatada, agua purificada en tambores metálicos, medicinas básicas e incluso algunos libros y revistas de antes de la guerra.

Alguien había planeado que este lugar sirviera como refugio de largo plazo. Durante las primeras semanas de mayo de 1945, mientras arriba el mundo celebraba el fin de la guerra en Europa, Hoffman vivía en su cápsula subterránea, completamente ajeno a los acontecimientos. Había desconectado el generador principal para ahorrar combustible usando solo linternas de batería y velas.

 El silencio era absoluto, roto únicamente por el goteo ocasional de condensación en las tuberías. Estableció una rutina meticulosa. Despertaba cada mañana a las 7, aunque no había forma de saber realmente qué hora era sin su reloj, que había dejado de funcionar días atrás. Comía una lata de conservas para el desayuno.

 Trabajaba en sus documentos durante 6 horas. hacía ejercicios físicos para evitar el deterioro muscular y pasaba las tardes releyendo sus anotaciones experimentales. Pero había algo más que ocupaba su tiempo. En la cámara nu, la más pequeña del complejo, Hoffman, había comenzado un nuevo proyecto. Era algo que había teorizado durante años, pero nunca había podido ejecutar bajo la supervisión de sus superiores.

 Ahora, sin nadie que lo cuestionara o limitara, era libre de experimentar. El 18 de mayo abrió su diario y escribió. Día 18 en aislamiento. He logrado sintetizar el compuesto K47 en forma estable. Las propiedades son exactamente como predije. Volatilidad controlada a temperatura ambiente, absorción dérmica en menos de 3 segundos, efectos neurológicos en menos de un minuto.

 Si mis cálculos son correctos, una sola gota sería suficiente para Pero no debo pensar en aplicaciones. Esto es ciencia pura. Esa era la mentira que se repetía. ciencia pura, investigación sin agenda. Pero Friedrich Hoffman sabía exactamente para qué servía el compuesto K47. Lo había diseñado con ese propósito y la culpa lo carcomía incluso mientras perfeccionaba la fórmula.

 Para finales de mayo, Hoffman comenzó a notar cambios preocupantes en sí mismo. Los dolores de cabeza eran constantes, probablemente por la falta de luz natural y el aire reciclado del búnker. tenía pesadillas vívidas donde veía rostros de personas que había conocido en los campos de prueba, niños principalmente. Los experimentos en adultos habían sido concluyentes demasiado rápido.

 Los niños ofrecían más variables. No se dijo en voz alta una noche despertando de otra pesadilla. Eran prisioneros condenados, criminales, enemigos del Reich. Yo solo proporcioné las herramientas, no tomé las decisiones, pero esa justificación sonaba más hueca cada vez que la repetía. El 7 de junio, Hoffman escuchó sonidos arriba por primera vez, pasos, voces en polaco, trabajadores tal vez o saqueadores buscando en las ruinas.

 Se quedó completamente quieto, conteniendo la respiración hasta que los sonidos se alejaron. El incidente lo aterrorizó. El mundo exterior estaba ahí, justo encima de él, y eventualmente alguien encontraría la entrada. Tomó una decisión. Sellaría las cámaras 8o y nueve, donde guardaba los experimentos más comprometedores.

 Usaría el concreto de secado rápido que había en el almacén de construcción. Si alguien encontraba el búnker, esas áreas permanecerían ocultas. Trabajó durante tres días seguidos, mezclando concreto, levantandomuros falsos, disimulando las entradas con estanterías y equipo. Cuando terminó, las dos cámaras eran invisibles a menos que supieras exactamente dónde buscar.

 Guardó todas sus fórmulas más peligrosas dentro, junto con su diario completo y las fotografías. Si me capturan, razonó, no podrán probar nada sin estos documentos. Y si muero aquí, que estas cosas mueran conmigo. Pero Friedrich Hoffman no planeaba morir. Planeaba esperar. Esperaría hasta que el mundo olvidara, hasta que las listas de criminales de guerra se enfriaran, hasta que pudiera emerger con una nueva identidad y comenzar de nuevo.

 Quizás en Argentina, como tantos otros, o en España o en Medio Oriente, donde escuchaba que algunos gobiernos ofrecían refugio a científicos alemanes sin hacer preguntas. El 20 de junio marcó su calendario improvisado. Había estado subterráneo durante exactamente 50 días. Los suministros aún eran abundantes. Podía resistir otros dos meses, tal vez tres y racionaba cuidadosamente.

 Para entonces, las operaciones de búsqueda de criminales de guerra estarían focalizadas en peces más grandes. Él era solo un químico, un técnico, no un ideólogo, no un comandante. Podría pasar desapercibido. Esta noche encendió una vela y se permitió un pequeño lujo, una botella de brandy que había encontrado en el almacén personal del director anterior del laboratorio.

 Bebió lentamente, saboreando el calor que bajaba por su garganta, y por un momento pudo pretender que nada de lo que había hecho importaba, que era solo un científico que había seguido órdenes, que las decisiones morales habían sido de otros. Pero cuando la vela se consumió y la oscuridad lo envolvió completamente, los rostros regresaron.

Los niños mirándolo desde detrás del vidrio de la cámara de observación, sus ojos confiados, creyendo que el doctor del abrigo blanco estaba ahí para ayudarlos. Los gritos que venían después, cuando el gas comenzaba a filtrarse. Fredich Hoffman lloró en la oscuridad del búnker, algo que no había hecho en años.

 No lloró por remordimiento, lloró por miedo, miedo de ser capturado, miedo de ser juzgado, miedo de que el mundo supiera su nombre y lo que había hecho. Y sobre todo, lloró porque una parte de él sabía que merecía algo mucho peor que esconderse en un agujero bajo tierra. Los primeros años después de la guerra fueron caóticos para Polonia.

 El país había sido devastado. Ciudades enteras reducidas a escombros, millones de muertos y una población tratando desesperadamente de reconstruir mientras lidiaba con la nueva realidad de estar bajo influencia soviética. En ese caos era fácil que lugares como la vieja fábrica química en las afueras de Brosw pasaran desapercibidos.

 En 1947, 2 años después del fin de la guerra, un equipo de trabajadores polacos recibió órdenes de demoler los restos de la fábrica para hacer espacio para un nuevo desarrollo industrial. El capataz Joseph Kowalski, de 38 años y veterano de la resistencia, coordinaba el trabajo con seis hombres. “¿Revisaron si hay sótanos?”, preguntó Kowalski la primera mañana.

 Uno de los trabajadores, Marek, negó con la cabeza. Los planos dicen que esta fábrica solo tenía dos pisos, ambos colapsados. Aún así, revisen. Los alemanes construían búnkers por todas partes. No quiero que nadie caiga en un agujero. Pasaron tres días removiendo escombros antes de que Piotr, el más joven del equipo, gritara desde un rincón del sitio.

 Jefe, aquí hay algo metálico bajo estos bloques. Kowalski se acercó y vio el borde de lo que parecía ser una escotilla de acero. Tardaron dos horas en despejar suficientes escombros para exponer completamente la entrada. Era una escotilla circular de aproximadamente un metro de diámetro con una rueda de cierre oxidada en el centro. “¿La abrimos?”, preguntó Marek.

Kowalski dudó. Durante la guerra había visto suficientes trampas explosivas alemanas como para ser cauteloso. Primero informen a las autoridades, esto podría ser militar. Dos días después, un oficial soviético llegó con un escuadrón de ingenieros. Inspeccionaron la escotilla durante horas detectando sin encontrar explosivos.

 Finalmente, con cuatro hombres aplicando fuerza a la rueda oxidada, lograron abrirla. El oficial descendió primero con una linterna, seguido por dos soldados armados. Kowalski esperó arriba ansioso. 15 minutos después, el oficial emergió con expresión pensativa. Es un laboratorio subterráneo, reportó alemán. Definitivamente, pero está vacío, abandonado. No hay nadie ahí abajo.

¿Podemos entrar? Preguntó Kowalski. Ya fue despejado, pero no hay nada de valor, solo equipo viejo y algunas latas vacías. Lo que el oficial no mencionó, porque no lo consideró relevante, era que había encontrado algo extraño. Un calendario marcado hasta junio de 1945, un mes después del fin de la guerra. Alguien había estado viviendo ahí después de la rendición alemana, pero yano había nadie y los soviéticos tenían cosas más importantes de que preocuparse que búnkers abandonados.

 La escotilla fue sellada con concreto y la demolición continuó. El incidente fue registrado en reportes oficiales que fueron archivados y eventualmente olvidados en los vastos archivos de la administración soviética. Pero la historia del búnker no murió completamente, se convirtió en un rumor local, una historia que los trabajadores de construcción contaban en bares.

 Hay búnkers nazis por toda la ciudad, decían, túneles secretos donde escondían tesoros y documentos. Mi primo conoció a alguien que encontró uno lleno de oro. Las historias eran exageradas, mitificadas y ninguna conducía descubrimientos reales. Pero mantenían viva la idea de que bajo sus pies, bajo las calles reconstruidas y los nuevos edificios yacían secretos del pasado esperando ser descubiertos.

En 1962, un investigador israelí llamado David Cohen llegó a Broswaff como parte de un equipo que rastreaba criminales de guerra nazis. tenía una lista de nombres y entre ellos estaba Friedrich Hoffman, descrito como químico, involucrado en experimentos médicos en campos de concentración paradero desconocido desde abril de 1945.

Cohen entrevistó a docenas de residentes antiguos. Uno de ellos, un anciano que había trabajado como guardia en la fábrica química antes de la guerra, mencionó que había rumores de construcción subterránea en 1943. Trajeron prisioneros para acabar, recordó, pero nunca vi que construyeron. Todo era secreto.

 Cohen documentó la información, pero no pudo seguir la pista más allá. Sin acceso a registros alemanes completos y con la falta de cooperación de autoridades soviéticas, el caso de Friedrich Hoffman se archivó como probablemente muerto, cuerpo no recuperado. Los años pasaron, Broswap se transformó. La zona donde había estado la fábrica fue completamente rediseñada.

En 1975 construyeron un complejo de apartamentos. En 1982 un centro comercial. En 1989, cuando el comunismo cayó, otro desarrollo más, capas sobre capas de modernidad cubriendo el pasado. Y 15 m bajo tierra, en la oscuridad perpetua, el búnker del Dr. Hoffman permanecía intacto, sellado y olvidado.

 Las paredes falsas que había construido mantenían sus secretos. El aire seco y frío preservaba todo como si el tiempo se hubiera detenido en junio de 1945. En las cámaras 8 y 9, detrás del concreto que Hoffman había vertido con sus propias manos, los frascos etiquetados descansaban en estantes de metal. Los documentos permanecían legibles en archivadores sellados.

 El diario, con su cubierta de cuero negro, esperaba en un escritorio junto a una pluma estilográfica que aún contenía tinta seca en su depósito. Y en la cámara 7, la principal, había algo más, algo que nadie había visto cuando el oficial soviético hizo su inspección rápida en 1947. En el rincón más oscuro, detrás de un equipo de destilación grande, había una manta militar doblada cuidadosamente.

Y bajo esa manta había algo que explicaba por qué Friedrich Hoffman nunca había salido del búnker. Pero eso permanecería sin descubrir durante otros 48 años, hasta que un proyecto de construcción en 1995 literalmente removería el suelo sobre el búnker y expondría secretos que habían estado esperando medio siglo para ver la luz.

El verano de 1995 trajo un boom de construcción a Broswaff. La ciudad polaca estaba experimentando un renacimiento económico tras la caída del comunismo y desarrolladores privados competían por espacio para nuevos proyectos. Uno de los más ambiciosos era un centro comercial de tres niveles con estacionamiento subterráneo en el distrito de Crky, exactamente donde 50 años atrás había estado la vieja fábrica química.

 El 14 de junio de 1995, un operador de excavadora llamado Thomas Novak estaba acabando los cimientos cuando su máquina golpeó algo sólido que produjo un sonido metálico hueco. Detuvo la excavadora y bajó para investigar. Lo que encontró bajo 3 m de tierra y escombros compactados fue una estructura de concreto intacta con una escotilla de acero en la parte superior.

Ludwiig, gritó a su supervisor. Hay algo aquí. Parece militar. Ludwig Sielinski, ingeniero de 52 años que había trabajado en construcción toda su vida, descendió al hoyo y examinó el hallazgo con linterna. Es alemán, determinó observando las marcas en el metal de la guerra. probablemente un búnker antiaéreo o almacén.

 La ley polaca requería que cualquier estructura de la era nazi fuera reportada a las autoridades antes de continuar la construcción. El trabajo se detuvo mientras esperaban la llegada de un equipo de inspección. Thomas estaba frustrado por el retraso, pero Ludwiig estaba fascinado. Había escuchado historias de su abuelo sobre búnkers secretos nazis llenos de tesoros robados.

 ¿Crees que haya algo valioso ahí dentro?, preguntó Thomash. Probablemente solo ratas y Moo, pero hayque revisar. Al día siguiente llegó un equipo de la Institute Pamienchi Narodobey, el Instituto de Memoria Nacional de Polonia, junto con dos policías y un experto en artefactos explosivos de la era de la guerra. El experto, capitán Andrey Kobalchik, tenía experiencia desactivando munición no detonada que seguía apareciendo en toda Polonia 50 años después del conflicto.

“Vamos a abrir esto con mucho cuidado”, instruyó Kobalchik. Los alemanes a veces trampeaban estas cosas antes de evacuarlas. Tomó 4 horas remover suficiente tierra para acceder completamente a la escotilla. Kowalchik aplicó aceite penetrante a las bisagras oxidadas y esperó. Luego, con ayuda de una palanca hidráulica, lograron girar la rueda de cierre.

 La escotilla se abrió con un sonido de succión, como si 50 años de aire sellado escaparan de golpe. El olor que salió fue extraño, no a descomposición como esperaban, sino a químicos viejos y papel mooso. Kowalchik descendió primero por la escalera metálica, su linterna cortando la oscuridad absoluta. Los demás esperaron arriba, escuchando sus pasos resonar en el espacio subterráneo.

 5 minutos después, la voz de Kobalchik surgió desde abajo, tensa y extraña. Bajen, necesitan ver esto. Ludwiig descendió seguido por la doctora Ana Boichechovska, historiadora del Instituto de Memoria Nacional. Lo que encontraron los dejó sin palabras. No era un simple búnker, era un complejo completo de laboratorios subterráneos, perfectamente preservado, como si alguien hubiera salido ayer y cerrado la puerta atrás de sí.

 Las luces eléctricas no funcionaban, por supuesto, pero con linternas potentes pudieron ver todo claramente. La cámara siete, la primera que exploraron, era enorme. Mesas de trabajo de acero inoxidable seguían en su lugar, cubiertas con equipo de laboratorio, tubos de ensayo, mecheros bunsen, destiladores, centrifugadoras.

 Las paredes estaban forradas con estantes que contenían cientos de frascos de vidrio, la mayoría vacíos, pero algunos aún conteniendo líquidos o polvos cristalizados. Esto era un laboratorio químico, dijo la doctora Boechosca examinando las etiquetas en alemán en los frascos. Y no cualquier laboratorio. Miren esto. Señaló un frasco con una etiqueta que decía compuesto K47 Geheim. Secreto.

 En una mesa en el centro de la cámara había documentos dispersos, algunos mojados por la condensación, pero otros sorprendentemente legibles. Voichechovska comenzó a revisar uno y palideció. Estos son registros de experimentos en humanos, niños. La exploración continúa hacia las otras cámaras.

 Encontraron almacenes con latas de comida de la era nazi, muchas aún selladas, un pequeño dormitorio improvisado con un catre militar y mantas, una letrina rudimentaria. Alguien había vivido ahí. ¿Cuánto tiempo crees que alguien estuvo aquí?, preguntó Ludwig. Por las provisiones consumidas y la basura acumulada, yo diría semanas. Tal vez meses, respondió Kobalchik examinando latas vacías apiladas en un rincón.

 Fue Thomas que había bajado por curiosidad quien hizo el descubrimiento que convertiría este hallazgo en noticia internacional. Estaba explorando el rincón más alejado de la cámara 7 cuando su linterna iluminó algo detrás de un gran equipo de destilación, una manta militar y bajo ella algo que claramente era forma humana. Ay, hay alguien aquí”, dijo Thomas con voz temblorosa.

Todos se acercaron rápidamente. Kobalchik movió cuidadosamente la manta con un palo, revelando lo que había debajo. Un esqueleto humano parcialmente momificado por el aire seco del búnker, vestido con un abrigo de laboratorio blanco que se había vuelto amarillento. Junto al cuerpo había una botella vacía de lo que probablemente había sido veneno y un papel doblado bajo la mano esquelética.

 Boich chovkas, con manos enguantadas, extrajo cuidadosamente el papel. Era una nota escrita en alemán con caligrafía educada pero temblorosa. La leyó en voz alta traduciendo al polaco. Mi nombre es Dr. Friedrich Hoffman. Si encuentran esto, sabrán que elegí el final que merecía. No puedo vivir con lo que hice. No puedo enfrentar el juicio.

 Que Dios, si existe, tenga más misericordia de la que yo mostré. El búnker fue completamente sellado y convertido en escena de crimen. Durante las siguientes semanas, equipos forenses, historiadores y agentes de inteligencia documentaron cada centímetro. Las noticias se filtraron a la prensa y el búnker del químico nazi se convirtió en titular internacional.

 Pero la verdadera revelación aún estaba por venir, escondida detrás de paredes falsas que nadie había notado todavía. La doctora Ana Boichechovka dirigía ahora un equipo de dos especialistas en el búnker. Historiadores, forenses, químicos y expertos en descontaminación trabajaban bajo luces portátiles que habían sido instaladas por todo el complejo.

 La excavación y documentación era meticulosa, cada objeto fotografiado ycatalogado antes de ser removido. El cuerpo de Friedrich Hoffman había sido transportado al Instituto Forense de Brosw. El análisis preliminar indicaba muerte por envenenamiento con cianuro, probablemente autoadministrado en algún momento de mediados de 1945.

La botella encontrada junto al cuerpo contenía restos de cianuro de potasio, una sustancia que Hoffman habría tenido fácil acceso dado su entrenamiento químico, pero era el laboratorio en sí lo que revelaba la verdadera historia. Durante la primera semana de exploración, el equipo catalogó más de 300 frascos de químicos, algunos extremadamente peligrosos, incluso 50 años después.

 Voichechovska tuvo que llamar a especialistas en armas químicas del ejército polaco para identificar algunas sustancias. Este frasco explicó el coronel Mare Paulac, especialista en guerra química, levantando cuidadosamente un recipiente sellado con líquido ámbar, contiene lo que parece ser un agente nervioso, similar al sarín, pero con una estructura molecular ligeramente diferente.

 Si se hubiera roto durante la excavación, no necesitó terminar la frase. En la tercera semana de junio, mientras inventariaban la cámara 7, un joven historiador llamado Piotr Kowalski notó algo extraño. estaba midiendo las dimensiones de la cámara para crear un plano detallado cuando se dio cuenta de que los números no coincidían.

 Doctora Voichechovska llamó, “Según el perímetro exterior que medimos, esta cámara debería tener 2 metros más de largo, pero la pared del fondo está aquí.” Boechovska se acercó con una cinta métrica y verificó. Piotr tenía razón. Había una discrepancia significativa. “Trae el detector de metal y el radar de penetración de tierra.

” El escaneo reveló lo que sospechaban. Había espacio hueco detrás de la pared del fondo. Y no solo ahí, dos cámaras completas habían sido selladas con paredes falsas de concreto, perfectamente disimuladas para parecer el final del complejo. “Necesitamos abrirlas”, declaró Boichovska, pero “pero con extremo cuidado. No sabemos qué hay detrás.

” Tomó dos días perforar cuidadosamente a través del concreto, usando equipos que generaban mínimas vibraciones para evitar colapsos o detonar posibles trampas explosivas. El 28 de junio de 1995, exactamente 50 años y 27 días después de que Friedrich Hoffman sellara esas cámaras, el equipo hizo un agujero lo suficientemente grande para pasar una cámara con luz.

 Lo que la cámara reveló hizo quechovska sintiera un escalofrío recorrer su espalda. La cámara 8 era un archivo completo, archivadores de metal forrados en las paredes, todos cerrados y sellados. Un escritorio en el centro con una lámpara de aceite apagada y sobre el escritorio perfectamente centrado un diario de cuero negro. Amplía el agujero! Ordenó Boiechovska.

Quiero entrar. 4 horas después. Ella fue la primera persona en 50 años en poner pie en la cámara 8o. El aire estaba increíblemente seco y frío. Se acercó al escritorio con reverencia. como arqueóloga explorando una tumba antigua. El diario la llamaba, lo abrió con manos enguantadas. La primera página decía simplemente, Diario Personal, Dr.

Friedrich Hoffman, enero 1941 a junio 1945. Las páginas estaban llenas de anotaciones densas en alemán, fórmulas químicas, diagramas y ocasionalmente reflexiones personales. Boechovska comenzó a leer aleatoriamente y tuvo que sentarse. Las entradas eran confesiones detalladas de experimentos realizados en prisioneros de campos de concentración.

Nombres de campos Auschwitz, Dahau, Ravensbrook. Nombres de víctimas reducidas a números. Sujeto 247. Sujeto 312. Sujeto 089. Sujeto 089. Niña polaca, 8 años. Expuesta a compuesto K23 por inhalación. Muerte en 4 minutos 37 segundos. Efectos: parálisis respiratoria, convulsiones, hemorragia pulmonar. Conclusión: dosificación excesiva.

Ajustar para próxima prueba. Boechovska cerró el diario sintiendo náuseas. Eso no era investigación científica, era tortura sistematizada. asesinato documentado con precisión clínica y había cientos de páginas, cientos de víctimas. Los archivadores contenían aún más horrores, fotografías de prisioneros antes y después de las exposiciones, informes detallados dirigidos a oficiales de alto rango de la CSS, requisiciones de sujetos de prueba especificando edades, género y condición física deseada. Todo meticulosamente

organizado, como si fuera contabilidad corporativa en lugar de genocidio. La cámara nueve, cuando finalmente la abrieron era diferente. Era más pequeña y contenía equipo de laboratorio activo. Aparentemente Hoffman había continuado experimentando incluso después de esconderse en el búnker. Había matraces con residuos cristalizados, tubos de destilación conectados en configuraciones complejas y notas recientes de mayo y junio de 1945.

Describiendo la síntesis del compuesto K47, el coronel Paulac examinó las notas con creciente alarma. Este compuesto, si losintetizó correctamente, sería uno de los agentes nerviosos más letales jamás creados. Una sola gota en la piel podría matar a un adulto en menos de un minuto. ¿Y lo logró?, preguntó Boechovska.

Paulac señaló un frasco pequeño, no más grande que un dedal, sellado con cera y etiquetado K47 Final 15 Piodro 645. Aparentemente sí. El búnker fue completamente evacuado mientras equipos especializados del ejército removían los materiales químicos peligrosos. El proceso tomó tres semanas. Cada frasco fue tratado como posible arma química transportado en contenedores especiales a instalaciones militares para disposición segura.

 Pero los documentos, las fotografías, el diario, esos fueron entregados al Instituto de Memoria Nacional. Boechovska pasó meses estudiándolos, compilando una lista de víctimas identificables. De las 847 personas mencionadas en los registros de Hoffman lograron identificar nombres reales para 412. La mayoría eran polacos, pero también había judíos de varios países, prisioneros políticos, gitanos y otros que los nazis habían clasificado como prescindibles.

El caso del Dr. Friedrich Hoffman fue presentado ante el tribunal internacional en la Aya póstumamente. Aunque ya estaba muerto, el juicio sirvió para documentar sus crímenes oficialmente y proporcionar algún cierre a familias de las víctimas. Pero una pregunta permanecía sin respuesta. ¿Por qué Hoffman se había suicidado? Tenía suficientes provisiones para sobrevivir meses más.

 Tenía un plan de escape. Tenía documentos que podría haber usado para negociar inmunidad, ofreciéndolos a potencias occidentales o soviéticas, como otros científicos nazis habían hecho. La respuesta estaba en la última entrada de su diario. Fechada 23 de junio de 1945. Laudiscotrachovska leyó la última entrada del diario de Hoffman en privado antes de compartirla con su equipo.

 Estaba sentada en su oficina del Instituto de Memoria Nacional, el diario abierto bajo una lámpara de escritorio. Era tarde en la noche y el edificio estaba silencioso. Comenzó a leer las últimas palabras que Friedrich Hoffman había escrito. 23 de junio de 1945, día 53 en el búnker. He logrado sintetizar el K47 en forma perfectamente estable.

 Es mi obra maestra, el punto culminante de 4 años de investigación. Una sola gota puede matar a un hombre en 40 segundos. Es inodoro, incoloro y penetra cualquier tejido orgánico instantáneamente. Si el Reich aún existiera, esto podrías haber cambiado el curso de la guerra. Pero el Reich no existe. Alemania ha caído y yo estoy aquí, en este agujero bajo tierra, rodeado por evidencia de lo que he hecho.

 He releído mis registros esta noche. Todas las pruebas, todos los sujetos. Leo los números. Sujeto 247, sujeto 312. Y me pregunto cuándo dejaron de ser personas para mí y se convirtieron solo en datos. Sujeto 089. Era una niña llamada Sofia. Lo sé porque,” gritó su nombre cuando le dijimos que iba a ver a su madre. Tenía 8 años.

 Cabello rubio, ojos azules, irónicamente arios. Su archivo decía hija de resistente polaco sin valor de intercambio. Así que la usamos para probar el K23, la versión anterior al K47. Tardó 4 minutos en morir. Los conté mientras ella convulsionaba detrás del vidrio y yo tomaba notas sobre la progresión de los síntomas. Su último acto consciente fue mirarme directamente a los ojos.

 Y juro por lo que sea que aún quede de mi alma que pude ver la pregunta en su mirada. ¿Por qué? No tuve respuesta. Entonces no tengo respuesta ahora. Hay 846 más como Sofia en mis registros. Cada uno era alguien. Cada uno tenía un nombre antes de convertirse en un número. Y yo meticulosamente documenté como cada uno murió bajo mis experimentos.

 Esta noche realicé un último experimento, el más importante. Tomé una gota del K47, el compuesto que representa mi mayor logro científico y la coloqué en un pedazo de tela. Luego envolví la tela alrededor de mi dedo durante 3 segundos, lo suficiente para absorción dérica completa. Los efectos deberían comenzar en aproximadamente 10 minutos.

 Primero, entumecimiento en el sitio de contacto. Luego parálisis ascendente. En el minuto tres, fallo respiratorio. En el minuto cuatro, paro cardíaco. En el minuto cinco, muerte cerebral. Yo seré el último sujeto de mis propios experimentos. Sujeto 847. Dr. Friedrich Hoffman, 42 años, alemán, criminal de guerra. Expuesto a compuesto K47 por absorción dérica. observador.

Yo mismo, hasta que ya no pueda observar por qué hago esto, podría argumentar que es para evitar la captura, que es preferible morir por mi propia mano que ser colgado en Nuremberberg. Pero eso sería cobardía disfrazada de dignidad. La verdad es más simple y más complicada. He estado teniendo pesadillas cada noche.

 Veo los rostros de todos los niños. Oigo sus gritos. No puedo dormir más de dos horas sin despertar empapado en sudor, gritando. He intentado racionalizarlo. Eranenemigos del Reich. Eran sacrificios necesarios para el avance científico. Solo seguía órdenes. Pero todas esas justificaciones se evaporan en la oscuridad de las 3 de la mañana cuando Sofia me mira desde mis sueños y pregunta, “¿Por qué merezco morir? Pero más que eso, merezco morir exactamente como ellos murieron por el veneno que yo creé. sintiendo exactamente lo que ellos

sintieron. Quizás eso no sea justicia, pero es lo más cercano que puedo ofrecer. El entumecimiento ha comenzado en mi mano derecha. Tengo quizás 5 minutos antes de que no pueda escribir más. A quien encuentre esto, documenten mis crímenes. Cada nombre que pueda ser identificado merece ser recordado. No como víctimas de experimentos nazis, como personas, como Sofia, como cada niño, hombre y mujer que reduje a un número en una hoja.

 Y documenten esto también. Yo, Friedrich Hoffman, químico, doctor en ciencias, asesino, morí aquí en este búnker por el mismo veneno que usé para matar a otros. No pido perdón porque no hay perdón posible para lo que hice. Solo pido que la verdad sea contada. La parálisis sube por mi brazo. Difícil respirar.

 Esto es exactamente como lo describí en mis reportes. Clínico, preciso, horrible. Sofia, si hay algo después de esto, espero que puedas ver que al menos morí como merecía. Espero que la entrada terminaba abruptamente, la última palabra incompleta, la pluma haciendo una línea diagonal donde evidentemente Hoffman había perdido control motor y su mano se había deslizado por la página.

Boichechovska cerró el diario lentamente. Había procesado miles de documentos de atrocidades nazis en su carrera, pero esto era diferente. No era el relato de un perpetrador sin remordimientos justificando sus acciones. Era una confesión completa, un reconocimiento de culpa absoluta y una especie de autoejecución.

Pero eso no cambiaba nada. Friedrich Hoffman había asesinado a 846 personas en nombre de la ciencia. Sus remordimientos tardíos no devolvían la vida a ninguno de ellos. Su suicidio no era justicia, era simplemente el final que él mismo eligió. Los documentos del búnker fueron compilados en un informe de 2847 páginas que se presentó a Cortes Internacionales.

 Las familias de 412 víctimas identificadas recibieron confirmación oficial de las muertes de sus seres queridos. Para muchos que habían pasado 50 años sin saber qué había pasado con un hijo, hermano o padre desaparecido durante la guerra, era un cierre doloroso, pero necesario. El búnker mismo se convirtió en memorial.

 La ciudad de Broswaff decidió preservarlo como museo y sitio educativo. Los visitantes pueden descender las mismas escaleras, caminar por las mismas cámaras y ver el lugar exacto donde Hoffman pasó sus últimos días rodeado por la evidencia de sus crímenes. En la pared principal del memorial instalaron una placa con 412 nombres, todas las víctimas que pudieron ser identificadas.

 En el tope de la lista está Sofia Kowalska, 8 años, 1937, en 1945. El caso de Fredrich Hoffman suscitó debates internacionales sobre la naturaleza del mal, la responsabilidad científica y si el remordimiento tardío tiene algún valor moral. Algunos argumentaban que su suicidio demostraba al menos un reconocimiento de culpa. Otros insistían que fue simplemente un acto final de cobardía, eligiendo su propia muerte rápida sobre enfrentar justicia pública.

 Pero quizás el legado más importante del descubrimiento del búnker fue como ilustró la necesidad de recordar. Durante 50 años ese complejo subterráneo había estado ahí, sellado y olvidado, conteniendo secretos que muchos habrían preferido que permanecieran enterrados para siempre. Su descubrimiento obligó a una nueva generación a confrontar las atrocidades del pasado.

 En 1996, el compuesto K47 de Hoffman fue completamente analizado por la Organización para la prohibición de armas químicas. Confirmaron que era efectivamente uno de los agentes nerviosos más letales jamás sintetizados. La fórmula fue clasificada y el único espécimen existente fue destruido bajo supervisión internacional.

 El diario de Hoffman, junto con sus registros experimentales, permanecen en los archivos del Instituto de Memoria Nacional en Varsovia. Son accesibles solo para investigadores calificados y sobrevivientes del holocausto o sus descendientes que buscan información sobre familiares desaparecidos. La doctora Ana Boichchovska dedicó el resto de su carrera a identificar las 435 víctimas restantes de los experimentos de Hoffman, cuyos nombres aún permanecían desconocidos hasta su retiro en 2015.

había logrado identificar 87 más. El trabajo continúa. El búnker bajo Broswaff permanece como testimonio silencioso de un capítulo oscuro de la historia. Miles de personas lo visitan cada año descendiendo a la oscuridad para confrontar lo que los humanos son capaces de hacer a otros humanos cuando la moralidad se separa de la acción.

 Yen algún lugar de esos archivos, en ese diario de Cuero Negro, las últimas palabras de Friedrich Hoffman permanecen como advertencia. Documenten mis crímenes.